Se trata de un libro autobiográfico en el que Marta Sanz, desde la perspectiva que da haber llegado a la cuarentena, va contando su vida y la de su familia.
El libro es interesante porque está bien escrito, claramente, pero también porque la autora ni se flagela ni se exime de culpas. En cierto modo se va dando cuenta de que lo que piensa en la actualidad no puede servir para juzgar lo que pensaban o hacían una niña o una adolescente. Sin caer en el tono afectado, Marta Sanz se distancia de aquella que fue, la quiere y trata de entenderla.
No creo que sea un libro para adolescentes pero sí creo que a algunos adultos les/nos deja un agradable sabor porque nos arrastra a nuestro pasado sin arrebatos, sin victimismos; desde una visión intelectual llena de un cariño y un respeto profundos por lo que somos, por lo que fuimos, y por aquellos que nos acompañaron.
Muy recomendable para adultos. Pongo a partir de 16 porque siempre puede haber algún interesado/a y daño no le va a hacer, pero creo que solo a partir de los treinta y muchos o cuarenta puede entenderse en su plenitud.
Fragmento:
Siempre me he empeñado en ser alguien depresivo, pero no creo que lo haya logrado.
-Marta, sal del baño.
-No quiero.
Mi madre hace lo posible para que salga del cuarto de baño, donde me he encerrado a llorar a gusto. Estoy delante del espejo y me corren por la cara dos lagrimones. Cuando llega a la altura de la boca, me los chupo, sacándoles su regusto a sal. Mis lagrimones saben a berberecho. Me miro los ojos líquidos y los sigo contemplando hasta que se desbordan y descubren el color de unas pupilas más brillantes que esmeraldas. Hipo. Sigo llorando. Las lágrimas resbalan por el filo anegado de mis ojos. Noto cómo corren sobre la piel de mis pómulos, por los mofletes, cómo se deslizan hasta la comisura de los labios, el mentón, la papadita. Me sujeto la cara con las manos, como si mi cara fuese un ornamento preciosos que, al caer, pudiera romperse. Cojo aire por la boca. Los mocos no me dejan respirar. Gimo y el sonido de mi gemir es dulce. Soy un cachorrito de cualquier especie domesticada.
-¡Marta!
-Déjame llorar.
Mi madre no sabe si llorar conmigo o ponerse a reír. Detecto su duda porque su voz la delata:
-Pero ¿se puede saber por qué lloras?
Por nada. No lloro por nada. Lloro porque me empeño en ser alguien depresivo y me enmaraño en la paradoja de que, al buscar la tristeza propia o la conmiseración de los otros, experimento goce físico. Lloro porque disfruto llorando. Porque cuando lloro, duermo mejor. Me fatigo. Me purgo. Lloro porque hoy me toca llorar y me gusta el rastro de caracol que las lágrimas me dibujan encima de las pecas, como si las sortearan.
-No llores, mujer...
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