Teo, el protagonista de esta historia, tiene setenta y pico años cuando se va a vivir a un destartalado edificio de México D.F. En el edificio convive (o malvive) con otros jubilados que, dirigidos por Francesca, la presidenta de la asamblea de vecinos, hacen tertulias literarias y se mueven en grupo, tanto para la lectura, como para el desprecio que sienten por Teo, que a su vez desprecia sus tertulias. Total, que no hay buen rollito.
El protagonista, en todo caso, no pierde el buen humor, ni las ganas de seducir a Francesca o, en su defecto, a Juliette, la verdulera revolucionaria de la que se hace amigo.
Pero no todo son tertulias literarias e ires y venires de la Teoría estética de Adorno: con la que Teo amenaza a sus vecinos, sino que el espionaje, la batalla al ejército de cucarachas que pululan por el edificio y los amores de Willem (un mormón que intenta salvar el alma de Teo), Mao (un maoísta clandestino) y Dorotea (la nieta de Juliette) hacen del relato una novela verdaderamente intrigante.
Al mismo tiempo, el protagonista va contando su vida, cómo acabó vendiendo tacos o intentando vender perros para los tacos, cómo fracasó su empeño por ser artista, siguiendo los pasos de su padre, y cómo perdió a su madre, a su hermana y a su amor de juventud.
Algo interesante de la novela es que en ella aparecen como personajes figuras reales de la cultura mexicana, como Manuel González Serrano "El hechicero" (pintor), Diego Rivera (pintor), Juan O'Gorman (artista y arquitecto: casa museo de Frida Kahlo y Diego Rivera), etc.
Es una lectura recomendable, junto al otro libro del autor que ya había señalado antes
No voy a pedirle a nadie que me crea. De todos modos pienso que esta novela exige de los lectores un cierto bagaje cultural y bastante costumbre de leer.
La recomiendo para lectores de más de 16 años, porque creo que a esa edad, si se tiene costumbre, se puede leer todo; pero quizás sea mejor haber cursado al menos el bachillerato.
Año de publicación: 2015.
Fragmento:
Había llegado un telegrama: una ola del Pacífico se había tragado a mi padre. Mamá no quiso saber nada, se encerró en su cuarto con Mercado*. A Mercado, entre otros miles de cosas, lo volvían loco las puertas cerradas. No paraba de chillar, hasta parecía que mi madre lo hubiera contratado como plañidera. Mi hermana y yo nos subimos a un autobús y, dieciséis horas después, llegamos a Manzanillo. En la estación camionera nos estaba esperando mi padre. Para estar muerto, tenía buen aspecto. Para estar vivo, pésimo.
Nos llevó a comer mariscos a una palapa al lado de la playa. El mar olía a podrido. Mi padre se disculpó, como si eso también fuera su culpa. Nos pusimos a comer ceviche y camarones haciendo de cuenta que nunca hubiera estado muerto. Ni en la realidad ni en nuestro pensamiento. Mientras tanto, papá nos interrogaba. Si estábamos estudiando una carrera. Si trabajábamos. Las respuestas lo decepcionaron.
- Pensé que ibas a ser pintor- me dijo.
- Yo también - le respondí-, estuve tomando clases en La Esmeralda.
-¿Y qué pasó?
-Mamá tiene artritis, tuve que ponerme a trabajar.
-¿Te quedan buenos los tacos?
- Buenísimos, soy famoso en todo el centro.
- Me alegro -dijo, con la determinación frágil de las mentiras piadosas.
Luego me preguntó si tenía novia y le dije que en unos meses iba a casarme. Era la época de mi supuesto matrimonio. Quiso ver una foto de mi novia. Yo no traía. Quiso saber cómo se llamaba. Le dije que se llamaba Marilín, pero mi hermana se entrometió y dijo que en realidad se llamaba Hilaria. Mi padre también quiso interrogar a mi hermana, pero ella se quedó callada, fingiendo que estaba muy ocupada disfrutando del horizonte: se veía a escondidas con un hombre casado. A la hora del postre nos recomendó que ciñéramos mango en almíbar y por fin preguntó cómo estaba nuestra madre. Le hice una lista de sus achaques.