Manuel es un muchacho que ha tenido una infancia bastante solitaria por culpa de la desidia de sus padres. Es una especie de hombre hecho a sí mismo, un ser invisible, normalito, que va ganándose la vida poco a poco. En cuanto puede abandona el (no) hogar familiar y se independiza, pero su salario es muy bajo y malvive hacinado como otros infelices como él, en un cuchitril madrileño.
Un día sufre un percance que lo obliga a huir de la policía: hiere a un antidisturbios, que pretendía pegarle, con un destornillador.
A partir de ese momento inicia la huida con la ayuda de un tío suyo (narrador de la historia) y se va a vivir a un pueblo castellano abandonado: Zarzahuriel.
Manuel, que nunca ha pisado el campo, se va acostumbrando a la soledad y fantasea con la idea de que ya está a salvo, sin embargo, la llegada de una familia a una casa vecina (los mochufas) pone en peligro su plan.
El libro es un canto a la libertad, a la vida sencilla del que prescinde de todo lo accesorio y busca la fusión con la naturaleza. Es, también, un crítica política y social: a la ley mordaza, a los abusos de poder, a la búsqueda de dinero, a la tontería generalizada, a la estupidez inoculada, a la falta de valores, etc.
Como siempre, Santiago Lorenzo juega con el humor para hablar de situaciones dramáticas; sin embargo en este caso creo que se le va un poco la mano en la búsqueda de un léxico depurado y en la proliferación de descripciones pormenorizadas de todo lo que hace el protagonista para sobrevivir.
Por lo comentado anteriormente lo recomiendo a partir de los 16; pero en realidad puede leerse a cualquier edad (dependiendo de las ganas y las costumbres lectoras de cada uno).
En general creo que es un buen libro y recomiendo mucho la lectura de todas las obras de este autor; aunque mis preferidas son Los millones y Los huerfanitos.
Publicado por Blackie books.
Año de publicación: 2018.
Páginas: 221.
Fragmento:
La madriguera en la que Manuel plantó pica no era así como muy atractiva. Pero él tendía a ver acogedor el alrededor en el que cayera. Propendía a la conformidad con el entorno, sin importarle sus notas escópicas o ambientales. Eso que se ahorraba en decoración, atrezo y luminotecnia. Funcionaba de cámara para dentro, por lo que el aspecto del plató le era de relevancia muy relativa. La vetusta casa nueva ofrecía además algo insólito para él: sitio. Qué de metros, cuadrados, cúbicos. Manuel corría a veces por el pasillo, sólo para ver cómo era hacerlo bajo techo propio. Siempre había una estancia más de lo que recordaba, en su recuento mental de habitaciones.
Vivir varado en Zarzahuriel debía de tener sus débitos, sus incomodidades y sus sevicias. Pero mejor aquello que estar donde los teleoperadores, trabajando a favor de que a un ciudadano comunitario le sorbieran el dinero por la vía de la fraudulencia descarnada. Mejor aquello que estar en su pieza de la calle Montera, desechando la idea de meter en casa alfombras demasiado gruesas para no tener que ir dando con la cabeza en el techo. Y como recordaba Montera, recordaba su portal, mucho antes que la cajita en la que moraba. Recordaba su cámara de vídeo, mucho antes que sus apliques. Recordaba el poco de rojo que punteó el cuello del antidisturbios, mucho antes que nada.